El ser humano se choca con el lenguaje
desde el momento de su nacimiento y es el mismo lenguaje el que se encarga de
crear, limitar o confundir, muchas veces, su recorrido. Cada uno se cree lo que
mejor calza con su imaginario de realidad, cada uno acopla a su vida las
palabras que escuchó repetidamente, las que decide eliminar pero no puede o las
nuevas con las que trata de entender su existencia.
El amor es una de ellas, lo que nos
dijeron del amor, lo que pensamos de él y el temor que le tenemos a sus
significados. Es un diálogo interminable el que entablamos con el amor, una
búsqueda, casi una confrontación. Muchas veces el simple miedo a la palabra
hace que las posibilidades de convivencia con nosotros mismos y con el otro se
tornen muy difíciles. Es inevitable rondar en el territorio incierto de esta
palabra todos los días de nuestras vidas, es inevitable hablar de amor, de
desamor, es inevitable hablar de uno mismo. En cada encuentro comenzamos o
terminamos hablando de amor, escuchando cómo los otros hablan y se refieren a
esta palabra, a este estado de ser y estar. Es también ineludible observar las
distintas formas que tenemos de construir las relaciones y la manía equivocada
de cargar de nuestras expectativas al otro y de dotarlo de nuestras ilusiones
terminando en poco tiempo con lo que habíamos creído que era amar o ser amado.
No es fácil darse cuenta que nos contaron (y nos siguen contando) historias
bizarras sobre el amor verdadero, cuando no sabemos cuál es la frontera de la
verdad o de lo real. Es una tarea cotidiana entender que el amor no fluye de
manera sobrenatural, que se construye con nuestras propias y muy singulares
maneras de ver, con los sutiles encuentros con el otro sin despojarlo de su
individualidad. Es un reto comprender que muchas de las historias que contamos
son una suma de ficciones y deseos no culminados y que el presente lo estamos
dibujando con trazos llenos de probabilidades en vez de simplemente marcar la
superficie con la franqueza del grafito sobre el papel, sin pretensiones ni
condiciones.
El presente que nos toca vivir debería
ser el espacio donde invertimos nuestra capacidad de amar, de construir caminos
y quizás de romper con los desenlaces que venimos reproduciendo aunque
reneguemos del pasado. Es fácil decir que el pasado no existe y que debemos
enfocarnos en el presente cuando andamos hilando definiciones enlatadas como si
de repetir consignas se tratara sin darnos cuenta que seguimos en lo mismo,
seguimos dándole una carga importante a los significados colectivos en vez de
crear espacios flexibles de convivencia. ¿No es la repetición una manera de
estancarse en el pasado? El presente, este bien casi mágico de espacio actual,
es donde en este preciso instante construyo y decido las formas de amar, de
amarte y de amarme. Entonces, ¿no debería ser motivo de esfuerzo la
construcción de este estado (amoroso) mi mayor ocupación y no así el lugar en
el tiempo si por ejemplo, cuando estés leyendo esto el presente de mi oración
será pasado? Lo que intento decir es que en nuestro afán de situarnos dentro de
paradigmas y ser parte de una manera de pensar y vivir la vida, lo cual no
discuto, sería provechoso soltar los prejuicios del amor, y simplemente amar de
manera única cada día.
Entonces, en este viaje inevitable en el
que estamos cada uno transcurriendo en nuestra única forma de hacerlo, seamos
capaces de ver en uno mismo y en el otro esa singularidad de ser, tan radical y
distinta, para que el amor exista.
(selfie de domingo en el balcón)