domingo, 11 de agosto de 2019

Por amor


Dormir en casa de mi abuela era casi un ritual los fines de semana. Yo era quien insistía en quedarme porque amaba la textura de sus sábanas de algodón puro y el desayuno con huevo frito de orillas tostadas, sal y pimienta con un pedazo de pan recién calentado y té en taza gigante.

Los sábados eran días festivos para mí, porque amanecía al lado de ella. De todas las camas de su casa, yo elegía dormir en la suya, en medio de todas sus almohadas que tenían tres fundas cada una. - Esto de las fundas me lo enseñó muchas veces, la primera funda debía ser de tocuyo cosida con un punto  suelto para poder tirar del extremo del nudo y que salga todo sin problema, la segunda era de algodón blanco y la última, la que estaba en contacto con la piel, podría ser la del juego de sábanas, que en su caso siempre eran blancas o verde agua. – Era muy lindo estar acostada, verla caminar en camisón y pantuflas oliendo a crema Nivea (de lata) y acercarse a mi lado de la cama para taparme. Primero estiraba la sábana y me cubría toda mi cara, para después estirar la cubrecama, doblarlas justo en medio de mi pecho y meter todo debajo del colchón dejándome casi sin poder mover mis manos, amaba esta sensación de estar empaquetada y sacar mi pie por un lado sin que ella se de cuenta. Servía dos vasos con agua, uno para cada una, y los tapaba con un platillo, siempre hay que tener agua cerca, me decía. Por fin entraba a la cama y me preguntaba si me sentía bien, me acariciaba el cabello un rato y sacaba del único cajón de su mesa de noche un libro negro lleno de rezos, que había sido de su madre, y un rosario. Se ponía a rezar y yo amaba ese momento, la luz amarilla de su lámpara, la sombra que se proyectaba sobre las cortinas y el sonido de su reloj despertador a cuerda. 

Mi abuela se llamaba María, medía casi un metro y medio y sus zapatos eran los más chicos de la numeración de adultos. Era muy saludable, inquieta y noble como un árbol de raíces profundas. Destilaba amor en todos sus actos, hasta cuando nos reñía por todo y por nada y por si acaso también. La Maru, como le decíamos todos, era esta mujer de poca estatura pero con un espíritu guerrero que jamás vi, maestra en cálculo mental y una especie de hechicera en la cocina, todo lo que tocaban sus manos era extraordinario. Una mujer fuerte, así era ella, con la capacidad de convocar a su tribu sin necesidad de invitación.

Recuerdo a menudo que yo entraba a su armario para ponerme sus zapatos, cuando aún me quedaban grandes, y colgarme una de sus carteras, que siempre tenían adentro un pañuelo limpio de tela. Vestida de Maru y frente a su espejo me llenaba la cara con su polvo Maja mientras la bailarina de ballet daba vueltas con El Lago de los Cisnes en la cajita musical que ahora mismo no se quién heredó. Ese acto no me duraba mucho porque yo prefería ponerme mis North Star blancos con rayas azules y salir al jardín a explorar hasta que escuchaba un grito llamándome desde la cocina, era la hora de ayudar a armar los bollos para que la masa leude por segunda vez antes de meterla al horno. En realidad yo era la experta en poner mantequilla a las latas, un oficio que no disfrutaba mucho porque me estremecía lavarme las manos y que la grasa no salga fácilmente. Los sábados eran así, de ella y con ella, mirándola y apretándole de rato en rato su brazo robusto. 

La Maru tenía también la maestría de tejer, hasta de dormida, mientras miraba su novela. Sabía más puntos que los que mostraban en El Arte de Tejer. Se empeñó en enseñarme, ponía mi sillita a su lado para que yo la imite con unos palillos pequeñitos, apenas me salía el punto llano un poco desprolijo, ella insistía. Cuando fui creciendo y se había dado por vencida en su labor de enseñarme a tejer, me usaba de pedestal, me pedía que estire mis dos brazos y ponía la lana alrededor para convertirla en un ovillo. No podía moverme cuando ella me pedía esto porque si no todo  podía enredarse y eso no era bueno, eso venía con un “Te he dicho que no te muevas Roxanita” y la posibilidad de un segundo bollo de lana para que aprenda a no moverme. Creo que me preparaba para la guerra.  Ahora me río, porque es como si viviera la escena de nuevo, ella en su sillón, mi madre en el de al lado hablando de metafísica mientras también tejía y yo parada como alfil fiel y comprometido. Un aquelarre mismo.

Mi abuela no había leído tanto en su vida, no citaba autores ni sabía mucho de Platón, ella vivió trabajando entregada a los suyos y su filosofía era esa, la del amor aunque no decía te amo. Ella me decía que me abrigue tras que comenzaba a llover, me llevaba a tomar helados en cucurucho (como ella decía), me pasaba unos billetes para mis salidas cuando venía de vacaciones en la época de Universidad, cocinaba lo que más me gustaba y me hablaba de respeto. Me mostró muchas formas de amar, porque cada uno ama como mejor sabe, como puede, eso me enseñó.

La recuerdo cada día y hasta a veces la escucho, ella murió meses después de la muerte de su hija, mi madre. Un día decidió partir y no despertó más. Hasta para morir fue obstinada. Murió por amor, como todo lo que hizo en su vida.

(María)