“El
amor, el trabajar con amor hace que la creación sea mejor. (…) Nos hace sentir
creadores y enamorados al mismo tiempo.”
Hay personas que llevan consigo una luz
especial, acaso por la suma de experiencias acumuladas a lo largo de su vida o
quizás porque se dejan llenar de esta bondad divina y son canales de enseñanza
con su sola presencia. Gil Imaná es una de las personas que deja este rastro en
su andar. Sin duda, un exponente importante en la historia del arte boliviano y
un referente para muchos, que hasta ahora, persiguen la conexión del arte, el
hombre y la tierra. El maestro Imaná es además de aquello un ejemplo de que lo
que se lleva en el alma brota sin mesura y se extiende por toda la vida.
La luz de las diez de la mañana entraba
tímidamente por el espacio que dejaba sin cubrir la cortina de su living, las incontables pinturas sobre
las mesas, las paredes y apoyadas en el piso acompañaban la conversación que dio
inicio a esta entrevista. Una suerte de magia creada seguramente por mi
admiración y respeto, abrazaba el entorno y se podía respirar paz.
¿Cómo
se siente tu espíritu al estar a punto de inaugurar tu muestra individual
número 100?
Lamentablemente el cuerpo no acompaña al
espíritu, tengo varias dolencias que me impiden gozar de la satisfacción al
haber llegado a cien exposiciones individuales.
¿Cómo
inicia tu recorrido en el arte?
Pocos padres de familia aceptarían que su hijo
deje la escuela para estudiar otra cosa, el caso mío es diferente, desde los diez
años comencé a estudiar pintura dejando la escuela.
El maestro Rimsa formó un grupo de 12 discípulos (el prefería llamarlos
así, en vez de alumnos) y mañana, tarde y noche estudiábamos el cuerpo humano.
Incluso a a esa edad yo fui a dibujar cadáveres a la morgue. Dibujábamos desnudo
femenino, masculino, retratos, íbamos al paisaje, analizábamos el color,
hacíamos composiciones, en fin era un estudio completo. Ya pueden imaginarse
ustedes ahora, que en los colegios se da solamente una hora para dibujo
semanalmente. Terminábamos entre las siete y ocho de la noche. No solamente
pintábamos o dibujábamos, también nos enseñaba a cantar en ruso, a leer libros
de arte, saber sobre la vida de los pintores. ¡Él se preocupaba de todo!
¿Cómo
llegaste al maestro Rimsa?
Yo estaba en preparatorio en la Escuela de Bellas
artes Sacarías Benavides, el llegó como director de la Escuela y al poco tiempo
tuvo diferencias con los directores, renunció y decidió formar el curso
superior. “¿Y tu Gil quieres ir conmigo?”
Me tomó de la mano y no supe a dónde
íbamos, después me enteré que el maestro formaría un taller.
En 1944 pintamos un mural en la casa adaptada
que fue proporcionada por una alumna, donde estudiábamos y crecíamos en el arte.
Rimsa tenía un carácter muy dulce y amable. Siempre escuchaba lo que se le
consultaba.
¿Saliste
al exterior a estudiar luego de Rimsa?
Yo era de una familia que tuvo varias
desgracias. Seis hermanos de todo tamaño y una madre que nos criaba sola
después de la muerte de mi padre a sus 50 años de edad.
La muerte de mi padre y el gran terremoto que
hubo en Sucre, sumaron obstáculos en el camino inicial. Apenas terminé el curso
de Rimsa, que duró tres años, me puse a
trabajar para darle mi sueldo a mi mami. Con el sacrificio de ella y el
entusiasmo de poder ayudarla que teníamos todos los hermanos es que pudimos
salir adelante y tener diferentes estudios.
Que
sea difícil no significa que no se pueda lograr, ¿tu obra tiene mucho de esa
búsqueda?
Nunca perdimos el humor en esos momentos
difíciles.
La pintura era un desahogo y una forma alegre
de expresarnos. Juntos con Jorge, mi hermano mayor y mi mejor amigo, íbamos a
pintar con acuarela al campo, que era el material más fácil de trasladar. Fui
testigo de muchos momentos difíciles y tristes, eso no logró que se pierdan las
ganas de seguir.
¿Cómo
fue el paso de esa época casi ingenua al oficio de pintor?
En 1949 fue mi primera exposición en la Universidad
de Sucre. En el año 50 nos avisaron que había un pintor que estaba en el
hospital. Fuimos a verlo, le llevamos manzanas.
Era un pintor que había estado en Chile y lo
trajeron de regreso porque se enfermó. Era muy interesante porque tenia más
experiencia que nosotros, se llamaba Wálter Solón Romero.
Comenzamos a reunirnos en el hospital y luego
en mi casa. Nuestro deseo era pintar murales. En una reunión con el rector se
llegó a convenir que Solón pintaría un mural en el rectorado y nosotros seríamos
los ayudantes.
En 1955, a mis 22 años, pinté mi primer mural
en la Central de Teléfonos Automáticos de Sucre.
De esa manera organizamos el grupo Anteo. Anteo era un semidiós de la
mitología griega cuya fuerza radica en el contacto con la tierra. Nosotros tomamos
eso como símbolo.
La fuerza de nosotros está en la tierra, en los hombres que trabajan la
tierra, de ahí nuestra inclinación por la izquierda nacional y nuestra
solidaridad con los trabajadores.
¿Las
ganas de hacer murales era por la corriente del muralismo mexicano?
Teníamos noticias de los murales que se habían
hecho en México, pero era un conocimiento muy vago. Más era por el deseo de
hacer un arte público, un arte que conocieran más personas. Hicimos por ejemplo
algo que nadie había hecho antes, el poema
ilustrado. Los poetas leían sus poemas y los pintores dibujaban en
pizarrones, para un nuevo poema, borrábamos el anterior. La gente disfrutaba
del acto creativo.
Ese movimiento que se inició entonces, siguió
durante toda la vida. Lorgio Vaca entró al grupo Anteo y se sumó a los
muralistas. Él ahora tiene numerosos murales realizados en Santa Cruz de la Sierra.
Yo seguí trabajando y con el matrimonio con Inés Córdova, que era la máxima
ceramista, realizamos los primeros murales en cerámica en la UMSA (Facultad de Ingeniería)
y después seguimos trabajando murales hasta llegar a hacer uno emblemático para
nosotros. Un mural que está en la Mutual la Primera. Tránsito en el tiempo, es el nombre del mural. Es un poco la
historia del hombre boliviano a través de diferentes épocas
Hablando
de ese tránsito, ¿cómo ves el arte de los últimos años en Bolivia?
Yo tengo la suerte de haber vivido bastante,
los últimos veinte años han sido muy difíciles por diversas enfermedades.
Cuando puedo voy a alguna exposición, estoy en
contacto con los pintores, asisto a las reuniones y yo creo que el caso de los
pintores tanto en la actualidad como antes es individual, es independiente. A
uno le ira bien y a diez les irá mal.
Últimamente
se mide el éxito con la cantidad de obras vendidas, más que con la profundidad
de la reflexión o el discurso propuesto. ¿Qué opinas de esto?
Creo que es la influencia del exterior que
habla del éxito de un pintor según los miles de dólares en que vende.
Felizmente entre los bolivianos, tenemos la capacidad de análisis. La capacidad
de valorar otros sentimientos como la solidaridad y el amor, y son la suma de
estos sentimientos que hacen que un pintor tenga aparentemente un éxito mayor
que otro. Creo que debemos volver a relacionarnos con la tierra, a ver desde
nuestro lugar y valorar lo que tenemos cerca.
La mañana transcurrió rápidamente. No le pedí
ningún mensaje final, ni consejos para futuras generaciones, pues creo que su
vida dice mucho y la maestría de su obra aún más.
Para cerrar este espacio, repito las palabras
del maestro al describir una de las tardes en su taller al lado de su
entrañable amigo, el poeta Oscar Cerruto.
“Gil,
te he visto buscar un color, protestar, seguir buscando, limpiar la paleta,
poner colores nuevos hasta que después encontraste el color que buscabas,
exactamente igual me pasa a mi. A veces no duermo pensando cuál es la palabra
exacta que engloba tales y tales ideas, y es una alegría cuando la descubro.
Entonces, la pintura y la poesía tienen eso de común, la búsqueda en la
libertad. Me parece interesante.”
Gil Imaná, abril 2019 en su residencia en la zona sur de La Paz.
Roxana Hartmann
Artista visual boliviana
La Paz, septiembre 2016
Entrevista publicada en Brújula, El Deber octubre 2016