- Cuando no se puede respirar es porque no hay campo. Fueron las palabras de su terapeuta y con ellas su rostro comenzó a arrugarse y las lágrimas salían apuradas. Parece que ellas tampoco entraban en su cuerpo.
Estaba ahí, sentada en su sillón, la sesión por video llamada había terminado, no había nadie en su casa. Las palabras seguían resonando, las que ella había pronunciado, rebotaban en todas las paredes, de ida y vuelta dibujando preguntas.
Eran las vacaciones de verano y ella pasaba la mayor parte del tiempo en casa de sus abuelos, inventando historias, leyendo libros escondida debajo del toca discos de su Tata esperando el momento que él llegue de la oficina para poder charlar, para llenarlo de todas las preguntas que había amontonado durante el día. Le encantaba ayudar a su abuela a cocinar mientras le contaba historias de su niñez sufrida, a tender las camas al estilo militar y cuando ella no estaba cerca abría los cajones de la cómoda de su dormitorio y todos olían a Heno de Pravia, su abuela era la estaca más fuerte de su vida. Sus abuelos eran el portal al infinito, la fuente misma del amor y con ellos, por separado, se imaginaba que llegaría a la luna, que sería presidente de la República y que cocinaría las comidas más ricas del mundo. Tenía siete años y no le gustaba que se doblen las puntas de las hojas de sus cuadernos.
Esa noche se quedó dormida en el sillón. Al día siguiente reconoció que la inquietud todavía estaba en medio de su pecho, como un remolino, había que hacer más campo. Prendió la cafetera y mientras esperaba apoyada en el mesón de su cocina, sonrió como acordándose de algo. Subió a cambiarse para salir a su oficina. Era el último día del año. Mucha gente por la calle, bulla, mucha bulla. A veces el futuro quería acomodarse en su cabeza y comenzar a hacer desorden, le pasaba a menudo, pero cada vez podía volver al ahora más fácilmente y agradecer por reconocerse vulnerable. Podía sentir que aunque a veces le costaba más de lo que quisiera poder estar en calma, sabía que el movimiento interno la hacía avanzar, que tener tantas preguntas era su manera de vivir. Era obvio que no podía dejar que las ganas de querer saberlo todo le arrebaten el aire y provoquen que su cuerpo reclame, estaba trabajando en ello. Pero lo bueno, pensaba, era que esto es lo que ahora tenía entre los dedos, esta era su vida y tenía que abrazarla con amor.
Todavía no había terminado el día, llegó a su casa y tomó una ducha rápida. Con el pelo mojado y de bata se sirvió una copa de vino, puso aceitunas en un platito y buscó una película.