El cielo estaba gris y eso no impedía que los pájaros invadan con
sus cantos el amanecer, la temperatura al fin había descendido unos grados y la
brisa fría se asomaba a la galería donde estaba el sofá de ratán sintético y una
pequeña mesa de madera clara un poco desgastada. La galería terminaba sobre el
jardín verde y tupido y esta vez húmedo porque había llovido toda la noche.
Era domingo, y estaba siendo fiel a mi ritual de despertar y
ponerme una bata de seda que años atrás un amigo me trajo de Indonesia, ir a la
cocina a destilar café y salir, descalza a la galería a leer y pensar. Cuánta
calma tiene este momento, es como si con cada sorbo caliente de café amargo mi
cuerpo se quedara sincronizando su existencia con el entorno. En paz, sin la
premura de lo cotidiano, sin ese deber hacer que a veces nos gana y atropella.
Este domingo era uno más de tantos en los que indiferente a la compañía, estaba
sola respirando profundo mientras pasaban los minutos eternos en este lugar
sagrado. Ahí estaba, sin poder abrir el libro para continuar con mi lectura,
tenía las dos manos sobre él pero mi mirada estaba perdida entre las hojas
tratando de entender el pensamiento de dos gorriones amarillos que algo
conversaban después de compartir un insecto que uno de ellos trajo para ambos.
Llegó un tercero, y un cuarto. Todos movían sus cabecitas como si tramaran
algo, mientras comían del plato común. Así, tan simple. Solamente eran y
cohabitaban espacios dejando que el verde sea, que el viento sople y el tiempo
transcurra. Me colgué, como suelen decirme cuando mi mirada se estaciona en
algún detalle que me rodea. Estaba sonriendo mientras miraba esta escena de
complicidad y libertad. ¡Qué maravilla!
Abrí mi libro y retomé esa novela que me tenía atrapada hace
algunos días. Pasó una media hora y sonó el timbre, dejé que suene pensando que
alguien atendería el llamado. Era domingo y era temprano, los pocos habitantes
de casa estaban durmiendo. Dejé el libro cerrado con la solapa marcando por
donde iba y tomé lo último de café que quedaba en la taza. Volvieron a tocar el
timbre, cuánta insistencia. Amarré la bata por la cintura mientras me acercaba
a la puerta y pregunté - ¿Quién es?
Nadie respondió. Abrí la puerta con un poco de desconfianza
mirando al piso para ver primero los zapatos de quien rompía con mi ritual de
domingo.
- ¡Carajo! Viniste sin avisar. – No pude ni saludarla por la
emoción que me hacía verla, después de tanto tiempo. Nos abrazamos tan fuerte
que me adueñé de su olor, el mismo que me había acompañado hasta hace poquito
desde la última vez que nos encontramos. – Tengo café – le dije, como si ella no
supiera que justo a esa hora yo estaría ahí, haciendo lo que más me gusta hacer
en ese, mi lugar favorito.
Entramos hasta la cocina, le serví una taza y aumenté más café a
la mía. No pronunciábamos palabra. Salimos y me dijo – Antes de sentarnos,
caminemos un poco por el jardín. – Se sacó los zapatos y fuimos juntas pisando
la tierra llena de hojas derramadas por el viento. Llegamos al medio y levantó
su vista al cielo, sin cerrar los ojos suspiró tan fuerte que pude sentir su
alegría.
- Ahora sí, vamos al sofá a que sigas leyendo. –
Se sentó a
mi lado, la abracé fuerte y con la voz que apenas me salía por la emoción le
dije - ¡Gracias por volver! – no dejaba de abrazarla, la tenía de vuelta.
Abrí el
libro en la página que lo había dejado, tomé un poco más de mi café aunque ya
estaba frío y seguí leyendo. Comenzaron a sonar las puertas de casa, señal que
ya estaban despertando y seguro pronto llegarían a la cocina en busca de
panqueques con miel y huevos revueltos. Esa era la segunda parte del domingo,
cuando todos coincidíamos en la cocina y cada uno contaba su historia del
sábado, cada uno pero al mismo tiempo. Mientras me iban pasando los
ingredientes y ponían los platos, la preparación del desayuno tenía besos,
abrazos desprevenidos, jóvenes en pijama y muchas palabras sobre la mesa. Siempre
era así, un caos hermoso.
Después de
comer, salimos todos al sofá a seguir ganándole tiempo al día sin hacer nada
más que acompañarnos. Ahí estábamos, riendo, a veces renegando, viviendo cada
uno a su manera. Después de un rato cada uno fue a alistarse, yo me quedé un momento
más mirando el jardín, levanté la taza de café que había dejado más temprano
sobre la mesita y entré a la cocina. La ducha del baño de mi hijo sonaba , el
secador de pelo de mi hija acompañaba su lista de “rock clásico” como ella
decía, pero era toda música de mi época.
Y yo estaba ahí, lavando mi taza,
feliz. Había vuelto.