Dormir en casa de mi abuela era casi un ritual los fines de
semana. Yo era quien insistía en quedarme porque amaba la textura de sus
sábanas de algodón puro y el desayuno con huevo frito de orillas tostadas, sal
y pimienta con un pedazo de pan recién calentado y té en taza gigante.
Los sábados eran días festivos para mí, porque amanecía al lado de
ella. De todas las camas de su casa, yo elegía dormir en la suya, en medio de
todas sus almohadas que tenían tres fundas cada una. - Esto de las fundas me lo
enseñó muchas veces, la primera funda debía ser de tocuyo cosida con un
punto suelto para poder tirar del
extremo del nudo y que salga todo sin problema, la segunda era de algodón
blanco y la última, la que estaba en contacto con la piel, podría ser la del juego
de sábanas, que en su caso siempre eran blancas o verde agua. – Era muy lindo
estar acostada, verla caminar en camisón y pantuflas oliendo a crema Nivea (de
lata) y acercarse a mi lado de la cama para taparme. Primero estiraba la sábana
y me cubría toda mi cara, para después estirar la cubrecama, doblarlas justo en
medio de mi pecho y meter todo debajo del colchón dejándome casi sin poder
mover mis manos, amaba esta sensación de estar empaquetada y sacar mi pie por
un lado sin que ella se de cuenta. Servía dos vasos con agua, uno para cada
una, y los tapaba con un platillo, siempre hay que tener agua cerca, me decía. Por
fin entraba a la cama y me preguntaba si me sentía bien, me acariciaba el
cabello un rato y sacaba del único cajón de su mesa de noche un libro negro
lleno de rezos, que había sido de su madre, y un rosario. Se ponía a rezar y yo
amaba ese momento, la luz amarilla de su lámpara, la sombra que se proyectaba
sobre las cortinas y el sonido de su reloj despertador a cuerda.
Mi abuela se llamaba María, medía casi un metro y medio y sus
zapatos eran los más chicos de la numeración de adultos. Era muy saludable,
inquieta y noble como un árbol de raíces profundas. Destilaba amor en todos sus
actos, hasta cuando nos reñía por todo y por nada y por si acaso también. La
Maru, como le decíamos todos, era esta mujer de poca estatura pero con un
espíritu guerrero que jamás vi, maestra en cálculo mental y una especie de
hechicera en la cocina, todo lo que tocaban sus manos era extraordinario. Una
mujer fuerte, así era ella, con la capacidad de convocar a su tribu sin
necesidad de invitación.
Recuerdo a menudo que yo entraba a su armario para ponerme sus
zapatos, cuando aún me quedaban grandes, y colgarme una de sus carteras, que
siempre tenían adentro un pañuelo limpio de tela. Vestida de Maru y frente a su
espejo me llenaba la cara con su polvo Maja mientras la bailarina de ballet
daba vueltas con El Lago de los Cisnes en la cajita musical que ahora mismo no
se quién heredó. Ese acto no me duraba mucho porque yo prefería ponerme mis
North Star blancos con rayas azules y salir al jardín a explorar hasta que
escuchaba un grito llamándome desde la cocina, era la hora de ayudar a armar
los bollos para que la masa leude por segunda vez antes de meterla al horno. En
realidad yo era la experta en poner mantequilla a las latas, un oficio que no
disfrutaba mucho porque me estremecía lavarme las manos y que la grasa no salga
fácilmente. Los sábados eran así, de ella y con ella, mirándola y apretándole
de rato en rato su brazo robusto.
La Maru tenía también la maestría de tejer, hasta de dormida,
mientras miraba su novela. Sabía más puntos que los que mostraban en El Arte de
Tejer. Se empeñó en enseñarme, ponía mi sillita a su lado para que yo la imite
con unos palillos pequeñitos, apenas me salía el punto llano un poco
desprolijo, ella insistía. Cuando fui creciendo y se había dado por vencida en
su labor de enseñarme a tejer, me usaba de pedestal, me pedía que estire mis
dos brazos y ponía la lana alrededor para convertirla en un ovillo. No podía
moverme cuando ella me pedía esto porque si no todo podía enredarse y eso no era bueno, eso venía
con un “Te he dicho que no te muevas Roxanita” y la posibilidad de un segundo
bollo de lana para que aprenda a no moverme. Creo que me preparaba para la
guerra. Ahora me río, porque es como si
viviera la escena de nuevo, ella en su sillón, mi madre en el de al lado
hablando de metafísica mientras también tejía y yo parada como alfil fiel y
comprometido. Un aquelarre mismo.
Mi abuela no había leído tanto en su vida, no citaba autores ni
sabía mucho de Platón, ella vivió trabajando entregada a los suyos y su
filosofía era esa, la del amor aunque no decía te amo. Ella me decía que me
abrigue tras que comenzaba a llover, me llevaba a tomar helados en cucurucho
(como ella decía), me pasaba unos billetes para mis salidas cuando venía de
vacaciones en la época de Universidad, cocinaba lo que más me gustaba y me
hablaba de respeto. Me mostró muchas formas de amar, porque cada uno ama como
mejor sabe, como puede, eso me enseñó.
La recuerdo cada día y hasta a veces la escucho, ella murió meses
después de la muerte de su hija, mi madre. Un día decidió partir y no despertó
más. Hasta para morir fue obstinada. Murió por amor, como todo lo que hizo en
su vida.
(María)